Lunes, y debo reconocer que comencé la semana un tanto intolerante. Esas irrupciones o "pequeñas crisis" de mal humor mensuales, una especie de síndrome premenstrual ficticio ( dado que la realidad biológica a la que claramente estoy subordinado hace imposible que sea real ) al que se ven sometidos mis convincentes, victimas de mis insultos, reclamos y chisporroteos inmorales.
En fin, la mera introducción no viene al caso, ya que es otra la excusa de este espacio. Simplemente quería compartir una pequeña historia, que en relato purpura llegó a mis oídos y que en clave de moraleja nos alecciona sobre la invertebrada inconformidad que padecen algunos compañeros de especie:

Cuentan los ancianos que en un pueblo perdido en la estepa rusa habitaba un hombre que se hacia llamar Nasrudín. Este señor, entregado a las artes del trabajo de la tierra y cuidado de su jardín, había logrado, en épocas de hambruna y escasez, cultivar enormes zapallos. Emocionado por su buena fortuna y en un gesto de generosidad, se propuso regalarle parte de su cosecha al Zar. Su vecino, contrariado por la buena fortuna de Nasrudín, vio con malos ojos dicha muestra de generosidad, y enfermo de envidia, emprendió la vil tarea de frustrar las buenas intenciones del campesino. "- El Zar preferirá higos en esta época del año, son su debilidad" ( sabiendo el profundo asco que este fruto generaba en el Zar ), le dijo a Nasrudín en la mañana en la que este cosechaba los zapallos destinados al soberano.
Entonces, dado que estaba orgulloso de los higos que su jardín albergaba, decidió un repentino cambio de planes, siguiendo el consejo de su ruin vecino. A la mañana siguiente, atravesando todo el pueblo, llegó al palacio y solicitó una audiencia con el gobernante. El Zar, intrigado por la visita espontánea de uno de sus servidores, decidió recibirlo inmediatamente. Nasrudín, orgulloso por la ofrenda que llevaba consigo, ingreso al salón principal, y entre miradas sugestivas por parte de los que allí estaban, hizo entrega de la misma al soberano. Este, al ver el producto que se escondía en la canasta, comenzó a gritar e inmediatamente y ordenó pronto castigo para Nasrudin por atreverse a burlarse de la suprema autoridad. El pobre campesino, confundido y apesadumbrado, fue puesto contra una pared, mientras el Zar ordenaba a sus sirvientes para que tirararan todos los higos contra Nasrudín. Uno a uno se fueron estrellando contra su cuerpo, manchando sus humildes vestimentas y sometiendolo a la más burda humillación. Sin embargo, y pese a que la brutalidad de la agresión se incrementaba, el otrora feliz campesino, comenzó a rezar, manteniéndose inmutable frente al absurdo castigo. El Zar, enfurecido por la indiferencia de su servidor, ordenó que se detuviera esa manifestación de fe y le preguntó a Nasrudin que era lo que le hacia dibujar esa complice sonrisa en su rostro, a lo que este contesto: "Mi señor, simplemente me alegro de no haber traído como ofrenda los grandes zapallos de los que tanto me enorgullecia"...

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